Queridas personas:
No sé muy bien qué hago aquí. Invitada a la reflexión por el señor de esta casa (gracias, Miguel Ángel), confieso que también hace tiempo “empecé a obsesionarme” con el arte contemporáneo. Aunque lo mío es más reciente, hay días en que la dimensión existencial del arte abre ante mí una vía directa al fin último de este afán y estoy convencida de que quienes nos dedicamos tenemos el poder de cambiar el pequeño mundo a nuestro alrededor, igual que lo tienen quienes se dedican a la docencia, a la cocina, a la política. Por mínima que sea la contribución para hacer conectar a alguien con la belleza, con la propia sensibilidad, con el sentido o la conciencia de ser y estar en un momento y un lugar determinados, quizá como miembros de una tribu, siento que vale la pena. Otros días, todo me parece un absurdo absoluto, no entiendo (ni comparto) los códigos de mercantilización de lo que considero procomún y no encuentro la forma de encarar mi preocupación por este gran mundo contenedor, que me resulta demasiado grande para averiguar por dónde empezar a ocuparme siquiera.
Puedo imaginarme que casi todas nosotras, queridas personas, buscamos sentirnos vistas, escuchadas, aprobadas en aquello que sea que queramos hacer y ser en la vida. También pienso que, en las luchas de poder, solemos defendernos desde una posición de dolor. De ese dolor de quien no sintió la comprensión o el respeto en el momento oportuno, de quien vive recurrentemente el abuso, el abandono o la negligencia, de quien no ha tenido nunca un modelo para aprender las cualidades de la consideración, la tolerancia o la empatía, incluso en el desacuerdo. Dado que nuestras reacciones más automáticas suelen ser reflejo de aquellas situaciones que nos hicieron daño, es inevitable que en los conflictos volvamos a los viejos sentimientos y nos sumamos en un lugar egocéntrico. Si es verdad eso de que el vacío de poder no existe, cuando estamos ahí, sea a uno u otro lado, no pensamos en las otras personas, no intentamos comprender sus motivos, sus sentimientos o sus razones más profundas. Solo pensamos en yo, yo, yo. No hay alteridad.
Si algo he descubierto del arte en este tiempo de dedicación, es a darme cuenta del estado nublado y somnoliento de mi propio egocentrismo, del que quiero salir a flote cada vez. Cuando lo consigo, aunque sea brevemente, mi lucha se traslada de querer ser comprendida a intentar comprender. Porque el privilegio de ser escuchada (o aquí leída) conlleva para mí la responsabilidad de escuchar, de preguntar, de mostrar interés. Y en última instancia, la curiosidad me lleva a entender que buscar la aprobación o la comprensión puede que no sea ya tan necesario. Quizá sea este el verdadero valor del arte contemporáneo, que no pase nada por que se malinterprete.
A la madre del pintor norteamericano Sam Gilliam (1933 – 2022), que de niño dibujaba en la tierra de su pueblo en Tupelo, Mississipi, alguien le recomendó suministrarle papel y colores al advertir su talento. De niño, él quería ser dibujante de cómics y de adulto pensaba que eso sería lo más cerca que habría llegado a estar de lo que hoy se conoce bajo la etiqueta de arte político. Cuando en una entrevista un par de años antes de morir le preguntaban si el arte abstracto podía ser político, Gilliam contestó algo así: “la abstracción me provoca, se mete conmigo, me planta cara. Consigue convencerme de que lo que pienso no es todo lo que hay. Es un reto constante llegar a entender aquello que es del todo diferente a lo que pienso y me doy cuenta de que solo por el hecho de que se parezca a lo que yo creo no significa que tenga un entendimiento sobre ello. Si tengo un problema, tengo que averiguar cómo solucionarlo. Eso solo llega con la escucha y con la práctica.”
Una especie de mandato interno me empuja a levantar cada día una persiana que no existe para compartir abiertamente lo que entiendo como la política del arte: una vía de conocimiento, de emancipación, de construcción colectiva. Trabajo con artistas que, de maneras muy distintas, observan, prueban, juegan, se pelean, traducen, transforman. Hay una idea y una o mil maneras de llevarla a cabo. Artistas que empujan sus propios límites y nos dan tiempo al resto para que empujemos los nuestros. Me doy cuenta de cómo me interesan las formas sutiles, los lugares donde hay que mirar dos veces para ver, las palabras que resuenan tiempo después de que fueron pronunciadas, tal vez susurradas en primera instancia. Descanso en la no literalidad, me tranquiliza lo equívoco, trato de no despejar del todo la duda. ¿Pueden estas formas ser consideradas arte político? Sigo pensando en la política del arte en mi pequeña habitación, donde la motivación para producir una forma (y compartirla) es igual de importante que las condiciones en las que se genera. Ahí es donde quiero estar e invertir esfuerzos, ahí es donde absurdo y sentido se dan la mano para mí, donde la experiencia previa individual y la experiencia inmediata en compañía son suficientes por sí mismas. A riesgo de pasar por apocada o remilgada, decido no enarbolar grandes principios políticos a la hora de justificarme en este oficio, porque tampoco puedo asegurar que mis actos no tengan efectos contrarios a los que preveía en un primer momento. Solo sé, muy hondamente, que decido moverme entre lo honorable y lo útil, entre la escucha y la práctica, y que esto me baste.
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Laura González Palacios (1980) es editora y licenciada en periodismo, con formación
específica en creatividad e innovación organizativa. En 2018 fundó Chiquita Room, un
pequeño centro de arte contemporáneo en Barcelona que funciona como galería,
residencia para artistas, productora y comisaria de proyectos, después de haber
iniciado el proyecto editorial de libros de artista Chiquita Ediciones en 2013. Su
trayectoria profesional proviene de la comunicación estratégica de entidades y eventos culturales como la Fundación Photographic Social Vision y la exposición World Press
Photo en Barcelona, el festival de cine francófono Ohlalà, Barcelona Creative CommonsFilm Festival y DOCfield Festival de Fotografía Documental.