Las sociedades occidentales ya no se ven a sí mismas en el espejo del futuro; parecen atormentadas por el desempleo, vencidas por la incertidumbre, intimidadas por el impacto de las nuevas tecnologías, inquietas por la globalización económica y preocupadas por la degradación ambiental. Además, la proliferación de las 'guerras étnicas' esparce un rastro de remordimiento y un sentimiento de náusea sobre estas sociedades". Esta inquietante declaración, formulada por el periodista Ignacio Ramonet en 1999 como exergo de su Géopolitique du Chaos (1999) hoy ha adquirido un valor premonitorio en la medida en que anticipaba las muchas crisis que enfrenta nuestro mundo contemporáneo. Sirve como un faro fiable para cualquier institución cultural o individuo, creador o gestor, que reflexione sobre la función social del arte. El propio autor sitúa este párrafo ante una pregunta precisa: "En este contexto oscuro, ¿cuál es la responsabilidad de la cultura?"
Hoy en día parece claro que, en el nuevo orden global, los modelos de referencia que construyeron nuestras sociedades en el pasado están obsoletos y que los nuevos son extremadamente contradictorios. Ciertamente, algunos modelos antiguos aún son celebrados por ciertos poderes, ansiosos por mantener o aumentar su influencia al apoyarse en referencias nostálgicas, sean las que sean. Del mismo modo, otros modelos más contemporáneos que se autodenominaban "naturales" porque eran consecuencia de un "Fin de la Historia" en el que incluso su propio autor ya no cree, persisten pero encuentran resistencias diversas en todo el mundo. Estos últimos modelos, caracterizados por el rechazo a considerar la otredad política en el contexto de un fenómeno de "depoliticización" que pensadores como Robert Redeker y Chantal Mouffe (quien prefiere el término "post-político") han estigmatizado durante mucho tiempo, están provocando cada vez más antagonismo en todo el mundo. En otras palabras, el mundo hoy se encuentra en un estado de crisis económica, política, social, ambiental, cultural, moral, filosófica e individual. El mundo en el que vivimos hoy es aquel en el que, como ha señalado el criminólogo Dan Kaminski, "la anomia es la norma". En este contexto general de anomia, los modelos representacionales también están en crisis, razón por la cual el arte tiene un papel verdaderamente político que desempeñar.
En un pequeño libro titulado Nada es sagrado, todo se puede decir publicado a principios de los años 2000, el escritor Raoul Vaneigem, destacada figura de la Internacional Situacionista, recuerda que "la libertad de expresión no es un hecho dado, sino un aprendizaje, que el deber de obediencia no ha favorecido hasta ahora". Al abordar, a veces de manera muy directa, problemáticas específicas de nuestra época contemporánea, los artistas nos invitan a posicionarnos frente a ellas. Porque establecen las condiciones propicias para el intercambio, la crítica e incluso el enfrentamiento directo -posibilidad que se les debe conceder-, nos animan a practicar nosotros mismos ese ejercicio de libertad, aunque lo hagamos solo en pensamiento. Y Vaneigem continúa: "La lucha contra la tiranía, de la cual se jacta la libertad de expresión y pensamiento, es una ilusión si el ciudadano no aprende a identificar y distinguir en la información con la que sus ojos y oídos están diariamente abrumados, a qué conjuras de intereses obedecen o, al menos, cómo están ordenadas, gobernadas, deformadas". El arte puede contribuir a este ejercicio, si no se ve obligado a confinarse en una esfera etérea, meditativa o espiritual, liberada del peso de la realidad.
Los ciudadanos de este mundo globalizado, donde el aumento de la importancia del sector financiero ha provocado múltiples antagonismos, nos enfrentamos continuamente a la necesidad de reconstruir fragmentos de sentido a partir de un flujo de información que procede fuentes numerosas, contradictorias y a veces (insidiosamente) autoritarias. El arte puede ayudar a elegir entre contemplar esta explosión como una pérdida dramática, con la desaparición de certezas y referencias estables, y considerarla, por el contrario, como una posibilidad de construir nuevos modelos políticos, más adaptados a las necesidades y demandas de las generaciones actuales. "El espacio social", escribe Chantal Mouffe, "es de naturaleza discursiva y es el producto de 'prácticas significativas'. El ejercicio regular de la libertad también es una 'práctica significativa', constitutiva, al igual que las demás, de nuestras democracias que, por imperfectas que sean y ante la falta de otras posibilidades, siguen siendo preferibles a todas las formas dictatoriales".
Cuando los artistas, a través de sus obras, nos proponen otras prácticas de vida o incluso otros modelos de organización social, aunque en el momento puedan ser considerados "utópicos" o "distópicos", los artistas plantean otras hipótesis, imaginan otras posibilidades políticas y abren caminos hacia otros futuros posibles. Como espacio de libertad y experimentación, el arte es, de hecho, un principio activo de ese "imaginario democrático" que Alexis de Tocqueville ya identificaba en el siglo XIX como "la pasión por la igualdad". Este imaginario forma parte del sentido común, del mito constitutivo de nuestras sociedades democráticas. El arte contribuye a ello, al igual que cualquier otra forma de actividad humana, con ese exceso de posibilidades para el cual nada le es potencialmente imposible. Es en este sentido que el arte tiene un papel fundamentalmente político que desempeñar.