Un verano más hemos superado todos los récords de temperatura evidenciando que, si aún estamos a tiempo de atajar o paliar el cambio climático, esto pasa por una reorganización profunda de los modos de producción, consumo y comportamiento establecidos. Una emergencia que significa no sólo una transformación estructural sino también perceptiva y relacional, en la que el arte contemporáneo puede y debe contribuir, si bien asumiendo y superando sus complicidades con el modelo neoliberal. Como ya es conocido, los procesos de extracción y deuda que la globalización económica ha producido son ahora el caldo de cultivo de movimientos reaccionarios. La miseria creada es aprovechada ahora para asaltar el poder con mensajes irracionales y mesiánicos. Al mismo tiempo, el giro geopolítico genera un nuevo alineamiento en el que la retórica antioccidental se mezcla con el autoritarismo recordándonos esa revelación peligrosa para todos: que el capitalismo no necesita democracia, ni derechos humanos, ni libertad de expresión. En frente a todo esto, sigue latente el ciclo de contestación contra la dominación racial, sexual, fóbica, tóxica y esencialista. Esta continuada labor de-colonial, que es también anticapitalista, encuentra su fuerza en la intersección para deshacer las dinámicas de poder que impactan en las formulaciones colectivas, en las pautas de vida diaria y en las formas de habitar el mundo. Una lucha para revertir la crisis ecológica y democrática que nos adentran en un colapso constante y cotidiano.
Hace ya unos años Tirdad Zolghadr publicó Traction, un libro deprimente pero necesario, en el que diagnostica al arte contemporáneo como “estéticamente predecible, intelectualmente estancado y políticamente en bancarrota”. Una crítica contundente hacia el mundo del arte como vanguardia de la auto-explotación, en donde cualquier conversación puede ser una entrevista de trabajo, y en donde el usual discurso (rompedor y progresista) no concuerda con una estructura que necesita de barreras para mantener la exclusividad del producto-arte y del profesional del arte. Cabría aquí preguntarse cómo aplicar esta crítica en nuestro país, donde la extrema dependencia a la administración pública y a las fundaciones privadas particularizan el sistema-arte. Seguramente todos tendremos una respuesta más allá de los escandalosos casos de censura y malas prácticas, pero no olvidemos que el problema es estructural. El sector del arte contemporáneo es frágil, con presupuestos pequeños, precariedades alargadas y procesos que burocratizan la creación y buscan en la “mediación” (palabra mágica) un remedio a los discursos oscurantistas de los “creadores de contenidos”: artistas y comisarios reducidos así a meros instagramers. Ante este panorama queda preguntar: ¿Cómo estimular una pulsión efectiva para una transformación relacional, cultural, cognitiva y sensorial? ¿Cómo continuar la dimensión crítica, investigativa y propositiva del arte contemporáneo reivindicando al mismo tiempo el trabajo de artista y comisario como agentes de un cambio ecológico y social?
Para algunos de nosotros, un punto de partida puede hallarse en la experiencia y la performatividad, que busca en la composición del evento, una activación de las formas relacionales afectivas y materiales. Parte de la radicalidad de las propuestas de los años sesenta fue la creación de situaciones abiertas, en las que se diluyen las categorías de autoría e identidad, dejando paso a una dimensión performativa en donde las entidades participantes se definen como co-dependientes, borrando los límites entre tú y yo, entre objeto y cuerpo, entre autor y espectador, en un proceso de devenir conjunto. En lugar de representación, metáforas y preeminencia de lo visual, la performatividad se presenta como forma de trabajar con las potencialidades de un mundo entrelazado y simbiótico -como lo definió Lynn Margulis. Si bien esta misma raíz es la que nos ha traído a un arte basado en lo espectacular, en las grandes instalaciones y la inmersión ligada a la economía de la experiencia, también es cierto que retiene en sí la proposición de una práctica de alteración de las circunstancias corrientes de vida y mecanismos de la consciencia. A través de coordenadas materiales y sensoriales, el evento-arte busca afectar las formas del ser y ver, no como cerradas o concluidas sino en proceso, en continua mutación, que permiten cuestionar la normatividad y los hábitos que pautan el comportamiento del ciudadano-habitante. De esta manera, se aúnan la dimensión performativa y ecológica, entendiendo el mundo como un entramado de intra-relaciones, a lo Karen Barad, en las que no hay una distinción clara entre individuos, sino una reciprocidad generativa que nos lleva no a la competición sino a la cooperación (no sólo humana).
Algo de todo esto había en Coalescence (Coalescències, Coalicions, Col·lisions, Col·lapses), el proyecto iniciado en 2003 por Paul O’Neill, Eduardo Padilha, Jaime Gili y Kathrin Böhm, que precisamente salía de esa misma raíz de los sesenta. La investigación de Paul O’Neill sobre la práctica curatorial abría la puerta a alterar procedimientos usuales, amplificando la exposición como ‘campo de pruebas’, en donde la fluidez y la mezcla entre obra y público precipitaba un estar-con; un ambiente vibrante y colaborativo. En la versión presentada en ADN Platform veinte años después queríamos hacer evidente cómo la aceleración de una multitud de crisis, que ya estaban presentes a principios de los dos mil, nos ha convertido a todos en zombis bailando al ritmo de un techno ultrapasado en nuestras rutinas diarias, siguiendo pautas obsoletas y contaminantes. Con la exposición-evento queríamos transmitir la idea de que la conclusión de la pandemia no puede quedar en un sálvese-quien-pueda frente al incendio global, sino que debemos buscar prácticas de colaboración para la consecución de un cambio integral en las relaciones socio-ecológicas. La exposición como fiesta posibilita la creación de una comunidad temporal, de una coalición a favor de un devenir conjunto, rompiendo los bordes de lo individual en pro de algo amorfo, indefinido, energético, compartido, que alberga en sí mismo la potencia radical de una transformación emancipadora.