Lenin usaba bombín como el señor burgués que era.
En la Rusia de 1917 se sucedieron con éxito las revueltas contra el zar Nicolás II y se conformaron los primeros soviets, momento en el que Vladimir Ilich Uliánov decide volver del exilio suizo para liderar la Revolución y consigue que se organice un "tren sellado", que podrá recorrer los territorios que le separan de Petrogrado sin ser registrado ni detenido. De modo que llega a la Estación de Finlandia de Petrogrado sano, salvo, y tocado con un bombín, elemento habitual en su vestimenta de los años del exilio. Alguien cercano le hace caer en la cuenta de que un bombín no es lo más adecuado para arengar a las masas proletarias, y a partir de ese momento su elemento más característico será la gorra de pintor que lucirá y con la que será representado en la iconografía oficial.
Ese gesto iconoclasta, el borrado de un elemento identitario como el sombrero burgués, cambiado por la gorra obrera, es el que revierte el artista e investigador Alán Carrasco en Les faits sont têtus¹. A Alán le interesan los procesos de iconoclastia y memoria colectiva, los mecanismos por los cuales se construyen los relatos oficiales y cómo se seleccionan los elementos que los conforman. Se fija, por tanto, en los márgenes del relato histórico y las razones por las que ciertos aspectos y actores son eliminados.
El sombrero de Lenin sería entonces uno de estos aspectos excluidos del relato soviético, mediante el ejercicio de icononoclastia por el cual le cambian el elemento de estilo que denota sus orígenes, ya que Lenin procede de una familia acomodada y tiene estudios universitarios, aunque lidere la revolución de la clase proletaria a la que en rigor no pertenece. Me atrevo a aventurar que, sin esas características socioeconómicas, Lenin no hubiera tenido la capacidad de liderar nada, más allá de un par de peleas. Al negar el bombín se borran los privilegios de clase para presentar al líder como alguien más cercano a la clase obrera y se manipula el relato de la capacidad del proletariado triunfal como fuerza política. En un gesto de iconorestitución, Carrasco pinta de nuevo el bombín a un retrato oficial de Lenin y amplía la narrativa de esta historia para añadir capas de lectura, que el relato oficial había dejado deliberadamente fuera de campo.
Siouxsie, Sex Pistols, Laibach, Rammstein, Glutamato Ye-yé… no es breve la lista de militantes de la música punk, gótica, industrial o neofolk, que han lucido la gorra de plato del Tercer Reich, la cruz gamada y/u otra parafernalia nazi, fascista o franquista, entre otros atributos de diversos pelajes ideológicos. En este caso símbolos directos como la susodicha gorra o el uniforme militar de Hugo Boss, o símbolos asociados o más bien “asimilados” como el bigotito “cepillo de dientes” que tan tristemente hizo famoso Hitler. Un estilismo que se carga (creo que en este caso se puede decir “se infecta”) simbólicamente cuando se lo apropia para su figura, aunque en su momento era una moda habitual y sin otras implicaciones entre los caballeros de la época. La apropiación del símbolo aquí opera como metonimia, tanto que basta con que alguien pinte el bigote a una foto de Angela Merkel, por ejemplo, para que la identificación (y el meme) estén servidos. También Lenin tenía un mostacho muy característico, hay que decir.
Aunque para mucha gente se trata de un ejercicio de banalización del mal, la intención con la que Siouxsie y los demás usaban esta iconografía, podría ser la de incordiar, epatar a los burgueses o destrozar los pilares de la sociedad de consumo, pero lo que está claro es que no respondían a lo que Patrycia Centeno llama “coherencia ideoestética”², ya que sus acciones estéticas no se corresponden, (a priori, ya que hay excepciones), con sus acciones ideológicas. Los punks se apropian de estos símbolos y de alguna manera los desactivan, les cambian (lo intentan) su valor semiótico al desasimilarlos y separarlos de los referentes nazis. Recorren así el sentido inverso a la manera, muy bien ilustrada por Dick Hebdige³, en que las culturas dominantes integran, asimilan y desactivan las posibilidades subversivas de los elementos de estilo de las subculturas.
Es curioso que en este caso la cultura dominante (y capitalista), en un camino de vuelta, enseguida integre y consiga desactivar sin mucho problema por la vía comercial los elementos de estilo del punk… excepto los símbolos nazis, claro está. No es lo mismo que un punk utilice bigote “toothbrush” o el tocado nazi encima de un escenario para liarla, a que sea llevado, —junto con la camiseta de Los Ramones—, por unas chavalas que van de compras al Zara, usado como disfraz por unos cayetanos en el Colegio mayor, o lucido por un asaltante al Capitolio.
Hablando de gorras, el rapero estadounidense Ye (Kanye West) usa sin complejos la roja trumpiana, en un desfile de moda llevó una camiseta con un eslógan supremacista (con un “White Lives Matter” que se apropiaba y designificaba el lema “Black Lives Matter”), y hace incontinentes declaraciones racistas y antisemitas. ¿Son gestos provocadores para epatar, una salida de tono machirula, un indicador de inestabilidad emocional? ¿Se apropia de símbolos para desactivarlos o realmente el rapero-barra-diseñador es un facha de cuidado y la gorra trumpiana en esta ocasión cumple su función ideoestética? Estos gestos no serían, por desgracia, tan llamativos si no fuera porque es afrodescendiente, por un lado, y tiene una enorme presencia mediática y capacidad de influencia, con mucha gente que le jalea las ocurrencias, por el otro.
Lo cual me lleva a la cultura de la cancelación. Una de las razones que aducen quienes defienden esta línea de borrado de productos culturales y personas con ideologías rancias, es su capacidad de influencia. En el caso de este personaje, Ye, y sus símbolos, es un asunto delicado porque realmente tiene una gran cuota de atención con la que, sin duda, influye y refuerza ideologías perniciosas. Aún así tengo mis dudas. ¿Haremos en un futuro un borrado de gorras “MAGA”4 o éstas nos pueden ayudar, como en el caso de la obra de Alán Carrasco, a situar mejor a un personaje, a dar luz sobre ciertos aspectos que completen la Historia y a contar aquello que no interesa al relato oficial? Será interesante ver cómo lo hacemos para tener un relato que integre estos símbolos de manera contextualizada sin banalizar el mal, pero sin caer en la iconoclastia o la cancelación, con visión crítica y memoria histórica.
Pilar Cruz Ramón
1. Los hechos son más tozudos que el relato.
2. Centeno, Patrycia, “Espejo de Marx”, ed. Península, 2013
3. Hebdige, Dick, “Subcultura: El significado del estilo”, Paidós, 2004
4. Make America Great Again