El arte no es democrático, ni en su creación ni en su recepción. La democracia en el arte es la opción intermedia. Por el contrario, el arte es interesante cuando es radical, cuando encarna elecciones singulares, subjetivas, inesperadas, elecciones inquietantes e inconcebibles para quienes deben decidir sobre su eventual exhibición. No demos ejemplos. El arte debe doler, y uno no elige democráticamente lo que duele. Además, no lo elegimos, lo sufrimos. La democracia es tibia, el arte se quema o se congela. ¿Puede el ciudadano entender la necesidad del fuego o el hielo?
Tomemos a seis personas, pongámoslas a cargo de una institución de arte y dejemos que hagan sus reuniones. La programación será la más tibia de todas. Tomemos a cada una de estas seis personas, démosles responsabilidad autocrática y harán buenas exhibiciones, que no tendrán éxito. La democracia en el arte no elige, repite, ni pregunta lo que quiere el público. ¿Cuál es el criterio? ¿El número de visitantes? Repetir una exposición que tuvo éxito. ¿La prensa? Repetir una exposición de la que se habló mucho en la prensa. ¿Queremos ser democráticos, preguntando al público qué quiere, por ejemplo con jurados populares? El público no sabe lo que quiere y espera que elijamos por él.
Este proceso es paradigmático cuando se trata de protocolos administrativos (que, sin embargo, gestionan casi todos los recursos financieros en Europa). ¿Qué elección? Se deben establecer criterios. ¿Qué criterios? Las que correspondan a obras o hechos pasados calificados como exitosos desde el punto de vista administrativo. El artista, si quiere sobrevivir, debe ajustarse a ellos. Algunos artistas, la mayoría bajo presión, se convierten en virtuosos del expediente administrativo. A veces los criterios son tan estrictos que lo único que faltaría sería que los autores (anónimos) produjeran las obras ellos mismos. Sin embargo, hay algunos puntos que no se pueden evaluar objetivamente: estos deberían ser los únicos.
La gestión democrática del arte produce estandarización, y eso es normal. No es mal arte, no es buen arte, es como Netflix, esperado, repetible. Podríamos imaginar un modo de producción similar a la plataforma pero en el arte: estándar, retransmitible y rentable por suscripción. Desaparecerán los nombres propios, bastará una vaga atención. Sonreiremos con un hilo de baba medio seca, felicitándonos. Todo será olvidado después de una hora. Tal vez alguien alguna vez, al despertar, diga ¡Picasso!
El arte no es democrático porque exige atención, y la atención se está convirtiendo en un bien escaso. Lo mismo ocurre en el campo de la literatura. No es porque no haya suficientes autores, que son muchos, ni porque no haya lectores potenciales, sino porque la autorregulación de la cadena productiva, que es fundamental para la creación y la distribución, tiene un miedo terrible a tomar decisiones. En el arte, la peor elección es siempre la mejor.
El demos, el pueblo, no espera nada del arte. Como mucho, espera que la escuela de sus hijos los lleve al museo. Los museos se han convertido en anexos escolares y los artistas en educadores mal pagados.
La otra función del arte, el turismo, completa el proyecto de democracia administrativa. Uno camina por el Louvre, esperando desesperadamente su turno frente a la Mona Lisa, lamentando la longitud de los pasillos pero disfrutando del aire acondicionado. Y eso está bien. Poco a poco, las bienales se van convirtiendo en eventos turísticos, menos efectivos que las competiciones deportivas para movilizar multitudes, pero afortunadamente también menos peligrosos. ¿Quizás Disney los compre y finalmente haga algo con ellos?
El artista se ha convertido así en una variable de ajuste en una organización cada vez más democrática. No nos gustan los artistas porque son impredecibles, irregulares, salvajes. Ahora los encontramos en los márgenes, en el maquis digital, a fuerza de investigaciones y recomendaciones mutuas entre estetas desesperados. Si uno de ellos logra una relativa visibilidad, ya tememos que todo en él se detenga, durante una visita guiada de más o ante un expediente que llenar. Por supuesto que hay iniciativas soberbias, pero se están convirtiendo en excepción cada vez más. Quizá ya se han producido suficientes obras como para poder rotarlas y no necesitemos nuevas. ¿Será suficiente? La democracia puede prescindir del arte y hacer una copia de él.