Diálogo de besugos (sobre la interlocución política e institucional)

Fernando Gómez de la Cuesta
Julio 27, 2022
Kendell Geers , "#NEW Speak (Entertain The Masses), 2019.
Kendell Geers , "#NEW Speak (Entertain The Masses), 2019.

Después de muchas reuniones, mucho tiempo y mucho esfuerzo, tengo la sensación de que seguimos atrapados en un bucle recurrente e insustancial que repite, una y otra vez, los mismos parlamentos, las mismas (im)posturas, la misma ineficacia, la misma inacción. Siempre nos sentamos alrededor de mesas parecidas, con individuos parecidos, que dicen cosas parecidas mientras parece que nos escuchan. Que nadie piense que todo esto es accidental, que tanta redundancia retórica y tanta burocracia pasiva se debe al azar, a la conjunción de los astros o a la dirección en la que sopla el viento, no. Tampoco es causa de la crisis, de la guerra, ni de la maldita pandemia, aunque ahora queramos echarle la culpa de todo al jodido coronavirus, no se engañen, no se trata de eso. En realidad, esta inoperancia que afecta a las políticas culturales y que emana directamente de las clases dirigentes (esas que tienen el código de dominio y la capacidad de cambiar la situación) responde a unos objetivos sesgados, partidistas, que han sido torticeramente planeados desde el poder. No es sólo que no sepan hacer las cosas, eso podría tener arreglo, sencillamente es que no quieren, ni les conviene, ni les interesa.

Desde hace años, salvo honrosas excepciones que normalmente radican en el espíritu de personas muy concretas o en la sensibilidad de las pequeñas administraciones (de esas que tenemos más cerca) las políticas culturales públicas basan gran parte de su (no) actuación en una premisa muy sencilla: dejar que pase el tiempo intentando hacer lo menos posible. Hacer es un verbo que suele generar problemas a los políticos, sobre todo cuando no se tienen los conocimientos adecuados, cuando no se quiere emprender la acción o cuando ésta se convierte en un sinónimo de riesgo o de cambio. La táctica de ir dando pataditas hacia delante a esa bola de estiércol en la que se han convertido las reformas necesarias y las promesas incumplidas es algo que les funciona muy bien, que les sirve para ir ganando tiempo hacia la próxima legislatura con las menores complicaciones posibles, perdiendo los mínimos votos y creyendo que pasan (casi) inadvertidos. Una gran pelota de mierda que sigue rodando y engordando su perímetro a la vez que consolida nuestra precariedad, nuestro desánimo y nuestro pesimismo. A fin de cuentas: ¿a quién le importa la cultura? Y sobre todo ¿a cuántos?

 

El hambre es la causa del silencio de muchos. Como contaba Madariaga en aquella conocida anécdota: "en mi hambre mando yo". Todos mandamos en nuestra propia hambre, de mejor o peor manera, y poco se puede exigir, la necesidad aprieta. Pasar hambre es una situación crítica y, como cualquier circunstancia extrema, diluye la responsabilidad de los actos serviles realizados por quienes la padecen. Famélicos, precarios, dependientes y débiles, es así como nos quieren. Desde esa posición de fuerza es desde donde convocan a sus mesas, a sus encuentros, a sus comisiones, a sus concursos y a sus premios, una y otra vez, cada vez que necesitan distraer la atención de un tejido ansioso. Allí comparece algún estómago agradecido y muchos hambrientos, esperando que su colaboración gratuita, su sonrisa para la foto, su apretón de manos, su silencio cómplice o su implicación animosa y altruista, termine generando alguna limosna que les permita ir pasando la vida. Ese es el sistema: dilatar al máximo la redacción del plan, de las bases, de las actuaciones y de sus líneas, que parezca que los representantes del sector, de las asociaciones, del tejido, avalan esas propuestas tan manoseadas, tan repetidas y tan poco aplicadas y efectivas, que aquellos que se sienten pagados, pero también los desnutridos, respalden una participación falsa y vacía con la que la clase dirigente trata de justificar la tiranía de las dinámicas de partido y sus innumerables ignominias.

Después de decenas de reuniones de pantomima con gobiernos, comunidades, consejos, comisiones y ayuntamientos, donde muchos han expuesto sus ideas y aplicado su esfuerzo, después de todo eso, por enésima vez, invitan a quienes ellos deciden para que les digan de nuevo hacia donde deben ir. Vuelven a preguntar, sin que se les caiga la cara de vergüenza, cómo deben hacer ese trabajo que no han hecho. Eso sí, por supuesto, sin querer pagar un euro por el asesoramiento, mientras ellos se sientan en esa misma mesa con un honorario cierto. Interrogan, como las otras veces, aparentando escuchar la respuesta, con pocas ganas de aplicar la idea y dejando que pase el tiempo. Una participación fingida que sólo persigue que las asociaciones y los profesionales que se prestan a este juego, en base a su mucho, poco o ningún prestigio, legitimen la (no) actuación y la (in)decisión de las administraciones públicas, de las direcciones políticas y de algunos técnicos.

Sigue pasando el tiempo y se siguen prodigando las trampas que nos van tendiendo, unas trampas que nosotros vamos permitiendo en nuestro estado de necesidad acuciante, colaboracionismo compadre o adhesión al régimen electo. Mientras tanto, ellos dan forma a un listado de buenas prácticas deformadas y manipuladas a su conveniencia: sacando plazas y propuestas a concurso mientras seleccionan a un jurado de afines que aplica unas bases cocinadas que benefician a sus amigos; sepultando bajo una burocracia desmesurada cualquier trámite, gestión o llamamiento; constatando el poder, la mala educación y el nepotismo que aglutinan determinados funcionarios que no pueden ser removidos de su puesto; dotando los espacios con direcciones artísticas a las que solo se las ve para cobrar el sueldo, que programan a golpe de convocatoria con un miserable presupuesto y un gran desconocimiento; generando su actividad a ritmo de oportunidad, de influencia, de ocurrencia o de lavados de imagen propagandística que recurren a las banderas de cada momento, sin plan, sin objetivos, sin criterio, un diálogo de besugos, donde los besugos solo son los nuestros.