Esmé Weijun Wang es autora, nos dice, de un centenar de fotos. La exigua cifra nos sorprende y nos conmueve, en una época de superproducción e intercambio compulsivos. En su mayor parte son autorretratos, imágenes de sombras, extensos inviernos. Paisajes. Algunas las ha realizado con una Polaroid SX-70; otras, con una Contax T2. Nunca las ha expuesto; solo sabemos de su existencia por la descripción que hace hacia el final de Todas las esquizofrenias (Sexto Piso, Premio Graywolf Press),su recuento autobiográfico de esa dolencia, a la que se han añadido, en diagnósticos distintos y con frecuencia contradictorios, el trastorno bipolar y el Lyme crónico -una de las enfermedades que quedan fuera del Obamacare, y que conducen a la mayor parte de los pacientes al endeudamiento, cuando no a la ruina.
"C. tuvo que explicarme el concepto de televisión." Entre los síntomas de su enfermedad Wang, que se formó en Yale y se ha desenvuelto con excelencia en actividades tan distintas como la psicología, la moda y, desde luego, la escritura, menciona episodios de bloqueo en que tiene lugar una sobrecogedora suspensión de la evidencia. De pronto lo real se ha escapado; ahora nada puede darse por sentado. Resulta muy significativo que para explicar esta súbita falta, esa dimisión de la memoria, recurra, en sendos capítulos, a su experiencia con dos modalidades de la imagen de segundo grado: el cine y la propia fotografía.
Pudiera decirse que en el reparto de lo sensible al que se refiere Rancière a la autora norteamericana le ha correspondido una combinación extrema de sensibilidad acerada -por los frecuentes episodios, que narra con resignada intensidad- y puntual desorientación. Un vacío que trata de llenar con la ayuda de sus cámaras analógicas, como si el smartphone no fuera capaz de producir visiones lo bastante convincentes o concluyentes. Como espectadora Wang se ve obligada a ser cautelosa, porque es consciente de que la exposición a un relato fabuloso, como los que aparecen en las películas fantásticas o terroríficas, puede inducirle una confusión entre lo ficticio y lo material. Por otra parte, el sentimiento catártico que algunos aficionados encuentran en las secuencias violentas o sangrientas no puede afectar a alguien que, en los peores momentos, se muestra convencido de que ha fallecido ya -y se asombra de que quienes pasan a su lado no se den cuenta.
Este régimen de percepción afecta, a su vez, a su tarea como creadora amateur. Para ella se apoya en dos referentes principales. El primero es la teoría de la fotografía de Susan Sontag, de la que toma las nociones de la imagen reveladora o desvelante propia del memento mori y, sobre todo, la de la vulnerabilidad: la instantánea expone, muestra una carencia psíquica o física. Toda imagen es el posado robado del inconsciente. El segundo es la breve pero muy influyente obra de Francesca Woodman. Wang visita con fruición la retrospectiva que le dedicó el MoMA de San Francisco en 2012, estudia sus cartas, entabla un diálogo imaginario con la creadora prematuramente fallecida por propia mano y se inspira en sus figuraciones de la soledad, el abandono, la ruina arquitectónica y sentimental. El fantasma.
Las creaciones de Wang, que para la lectora solo existen en la descripción ekfrástica, se sitúan en un peculiar espacio liminar entre las concepciones de la fotografía modernas y las posmodernas. Por una parte, su práctica la define como "una herramienta que mi ser enfermo utiliza para creer que existe". En ese sentido puede decirse que se incorpora a la estética del instante decisivo y de la representación mimética de lo real. No obstante, al observar otras imágenes ve "de todo menos expresión. En cambio, hay una imitación, o ilustración, de lo que creo que debería ser una emoción." Esta otra idea se sitúa del lado de las concepciones que entienden el registro fotográfico como huella, resto, simulación o incluso teatralidad. Es en la sombra, que siente haber perdido, donde halla la constatación de lo real. Esta estética del espectro se relaciona con un tema que en las autobiografías clínicas suele aparecer de manera solapada, cuando no cancelada: el cuidador, C., su marido, el que, de tarde en tarde, tiene que explicarle quiénes son y qué están haciendo juntos en ese cuarto, en ese instante. En numerosos relatos de estas características, empezando por el clásico de referencia sobre la depresión, Esa visible oscuridad de William Styron, la lectora puede comprobar que para quien da cuenta de su mal puede resultar más obsceno describirse como sujeto insuficiente y necesitado de atenciones constantes que desplegar un listado de síntomas agudos y sentimientos agrios.
Se entiende que Wang no se atenga a una programática del hecho fotográfico, y que desconfíe de las teorías puras: fue expulsada de Yale por ser neurodivergente, y los sucesivos médicos a los que visita le ofrecen explicaciones disímiles de su trastorno. Las imágenes que produce no las imaginamos como otra muestra más de la escolástica imitativa de Woodman, esa que causa furor en Instagram como retórica visual doomer; tampoco las podemos guardar en el cajón de los usos puramente terapéuticos de las artes, y no reclama para sí la tradición ya institucionalizada del art brut. Al menos en un aspecto su aproximación tentativa al género coincide con las alternancias cognitivas que caracterizan a todas las espectadoras en la era contemporánea: por una parte, una inevitable suspicacia para con la veracidad de las representaciones; por otra, una necesidad, muy siglo XX, de seguir creyendo en la certeza de la imagen -y recuperar, en ella, una presencia de lo real que el hábito mismo del consumo visual nos ha sustraído.
Esa intermitencia perceptiva, la de ser fotorreportero y postfógrafo a la vez, se corresponde, en efecto, con la vivencia de la patología que describe, expresada, de forma inmejorable, en el testimonio de otro paciente: "Yo sé que el diablo no está en el asiento de atrás. Pero el diablo está en el asiento de atrás." En esta lógica en que el análisis y cuestionamiento de la salud mental se relaciona con los modos de consumo visual no se trata ya, como los días pasados de la antipsiquiatría, de encumbrar al sujeto esquizofrénico como héroe del capitalismo y genio lego por defecto, sino de reconocer en las neurodiversidades modos de ver, usar y padecer las representaciones que las miradas neurotípicas no siempre son capaces de asumir, o de reconocer como propias. Porque a veces, de tarde en tarde, la conciencia se nubla y hace falta alguien -compañero, cuidador, Sujeto Supuesto Saber- que nos explique de nuevo qué cosa es una cámara -y, sobre todo, que nos acompañe con esa explicación que disipa estos fantasmas, que trae aquí estos otros.