Nos encontramos, desde hace casi una década, con la repentina emergencia de partidos que salen de la nada sin ningún programa claro. Se ha producido la desintegración del espacio político tal como lo conocemos y pareciera que hasta el storytelling está obsoleto cuando se puede conducir algorítmicamente al electorado. Es más efectivo el troleo twittero y la agitación “consparanoica” que la articulación de programas que intenten acabar con la desigualdad imperante. Sabemos de sobra que el “choque de civilizaciones” es la política en “el fin de la historia”. “Los conflictos étnico-religiosos –apunta Zizek en su libro Como un ladrón en pleno día (Ed. Anagrama, 2020)- son la forma de lucha que encaja en el capitalismo global: en nuestra época de “pospolítica”, cuando la política propiamente dicha se ve progresivamente reemplazada por una experta administración social, la única fuente de conflicto legítima que queda son las tensiones culturales (étnicas, religiosas)”.
Estamos en un momento en el que la derecha está entregada (con todo gusto) a los perversos placeres de las obscenidades, incluso la ironía, viralizando toda clase de memes, mientras que la izquierda está cada vez más atrapada en un patético y ascético moralismo puritano. La política, en la turbulencia generada por un personaje tan “ubuesco” como Donald Trump, parece que hubiera quedado reducida a un torrente de gags. El freakismo asalta, literalmente, los espacios de representación política; basta con recordar la reciente ocupación del Capitolio en la que los seguidores de un presidente que se auto-parodiaba portaban banderas de todo tipo (desde la “Navy Jack” que enarbolaran miembros del Ku Klux Klan o con la Rana Pepe y, por supuesto, la sacrosanta de las barras y estrellas) para comprobar que nuestro tiempo está peor que desquiciado. Los manifestantes del Black Lives Matter fueron “tratados” con mano durísima en Washington cuando protestaban contra la violencia policial a mediados del 2020, mientras que los “pintorescos” seguidores de Trump pudieron deambular por donde les dio la realísima gana e incluso llevarse el atril de Nancy Pelosi para subastarlo en e-Bay. Tal vez aquellos “proud-boys” tenían, ante las fuerzas de seguridad, más derechos que los “marginales anti-fascistas”, en cualquier caso, portaban banderas suficientes para tapar su in-decencia. El desastre generalizado puede conducirnos a la resignación cínica.
Octave Mannoni desarrolló la noción de “negación fetichista” para dar cuenta de cómo el sujeto es capaz de creer en una fantasía suya al mismo tiempo que reconoce que no es más que una quimera: uno sabe lo que está haciendo y, aun así, lo hace. No se trata meramente del funcionamiento de la ideología (la naturalización de las relaciones de dominación) sino de una resignación que es cómplice con lo peor. El fetichismo apocalíptico nos llevaría a asumir que “no tenemos alternativa”, el tono básico de lo que Mark Fisher llama realismo capitalista. Hasta el descontento se ha “capitalizado”. Hemos sufrido la “lenta cancelación del futuro”, una ocupación psíquica sobre nuestras emociones, deseos y fantasías, hundiéndolos en la melancolía y el pesimismo de la voluntad. Tal vez necesitemos “armarnos” con lo que Terry Eagleton llama esperanza sin optimismo, aunque sea para no terminar acunándonos por las profecías (verdadera hiperstición) de la catástrofe.
La “política Bartleby” es ineficaz en nuestro planeta enfermo. No podemos aceptar que “no se puede hacer nada” ni siquiera ahora que estamos aterrorizados y distanciados por la pandemia de la covid-19. Tenemos ejemplos de coraje político, como los que nos dan los movimientos anticapitalistas y antifascistas que plantan cara a los nacionalismos que tiene vocación excluyente. No perdamos de vista que la crisis europea revela un fondo xenófobo que se pretendería “camuflar”. La ofensiva neofascista no puede ser minusvalorada como si fuera algo “irracional”, al contrario, si su banderín de enganche tiene tanto efecto es porque enlaza con des-afecciones político-sociales que son “razonables”. La impresión generalizada de que el destino mayoritario es la precariedad y la falta de esperanzas para salir de la miseria puede llevar a abrazar la bandera (el patriotismo de hojalata) como algo que “nos salvaría”. Vivimos en el presentismo, “un tiempo suspendido –advierte Enzo Traverso en Melancolía de izquierdas. Después de las utopías (Ed. Galaxia Gutenberg, 2019)- entre un pasado indomeñable y un futuro negado, entre “un pasado que no pasa” y un futuro que no puede inventarse ni predecirse (salvo catástrofe)”. La tarea del historiador, en el instante del peligro, es la de generar imágenes dialécticas y, sobre todo, como dijera Benjamin, “hacer prender en el pasado las chispas de la esperanza”.
En este sistema de acumulación por desposesión, cuando el “narcocapitalismo” modela-y-deprime las subjetividades, acaso sea necesario sacar fuerzas de flaqueza e incluso defender causas perdidas. En una atmósfera literalmente irrespirable (desde la toxicidad planetaria hasta la pandemia, de la proliferación de “acontecimientos” idiotizantes o descaradamente narcisistas a la violencia policial), sobreviviendo en eso que Franco “Bifo” Berardi llama “colapso respiratorio” (recordemos el asesinato de Eric Garner que repitió mientras le “reducían” salvajemente “I can´t breathe), es fundamental conspirar críticamente, creando espacios de resistencia, activando creativamente el disenso. Sabemos, como dijera lúcidamente Tania Bruguera, que “un proyecto político no es un post de Facebook” y, por tanto, es el momento (el instante del peligro) en el que tenemos que dejarnos de “post-ureo” para tomar partido o, mejor, activarnos radicalmente contra la “ideología de la creación” (neoliberal) para que las imágenes tomen posición. En pleno desastre acaso tenga sentido reivindicar el carácter destructivo.
Conspirar en una atmósfera irrespirable
Fernando Castro Flórez
Marzo 3, 2021