Un engranaje es el mecanismo que se usa para la transmisión de potencia mecánica de un componente a otro mediante el contacto de ruedas dentadas, que pueden tener forma cilíndrica o cónica y que, en función de la orientación relativa de sus ejes o de sus dientes respecto a los ejes, puede dar lugar a tipologías muy variadas. Un engranaje produce, en consecuencia, un movimiento de transmisión circular y esto, a su vez, provoca un desgaste en sus piezas debido a la fricción continua. Para reducir el desgaste derivado del uso de un engranaje y, de paso, alargar la vida útil de la maquinaria y ahorrar en reparaciones, es de extrema necesidad mantener el engranaje bien lubricado. De no ser así, se oxida, endurece, se convierte en chatarra, pierde interés y deja de ser útil.
El sistema del arte1 es una máquina interactiva en cuyas entrañas se define el arte gracias a la labor que, junto a los artistas, realizan simultáneamente diversos agentes, desde la crítica a la mediación, desde el museo a las galerías, desde los medios de comunicación al comercio, desde las políticas culturales administrativas a las promovidas por las instituciones privadas, desde lo íntimo a lo colectivo, desde lo virtual a lo real. El sistema del arte es, por consiguiente, un dispositivo en movimiento que, gracias a la energía que recibe del artista, permite que las piezas de su engranaje reciban la fuerza necesaria para seguir realizando la función para cual se han concebido. Ahora bien, para que el uso de sus ruedas dentadas no melle irremediablemente su dentadura e impida que el sistema funcione de forma “correcta” -es decir, de acuerdo a los estándares consensuados por las grandes coronas de cada sección- es necesario mantener su engranaje en forma para que siga funcionando. Es decir, bien engrasado.
Aunque relacionar el sistema del arte con el funcionamiento de un engranaje es tan manido que hasta sonroja, no está de más recordar que lo que asegura la pervivencia de las piezas que articulan sus movimientos pasa por actuar de acuerdo a lo que se espera de ellas. De no cumplir con lo esperado, optando por funcionar al margen del sistema, o bien se reparan las ruedas díscolas para devolverlas al circuito -si se considera que siguen teniendo juego o un cierto interés- o bien se substituyen por piezas nuevas procedentes de donde se obtiene lo que regenera cualquier célula: la juventud. Algo, por otra parte, la mar de natural.
La juventud y todo lo relacionado con ella es la carnaza de la que se nutre el arte para mantener vivo un sistema cuyas piezas, a fuerza de uso, se cambian porque se gastan, pierden fuelle y molestan. Se trata de una estrategia que, al desarrollarse en el marco de una sociedad que glosa lo corporal hasta el empalague, al tiempo que no se amedrenta en deshacerse de un cuerpo gastado tampoco se apura en adoptar uno de no más de 30 años. Eso sí, no sirve cualquier cuerpo; para entrar con el pie adecuado en el sistema del arte es aconsejable haber dado que hablar durante la primera etapa de formación (o emergencia), poder seguir vivo después de que se te chupe sangre, ser mínimamente ambicioso, disponer de don de gentes, ser inteligente pero sobre todo listo, tener capacidad de adaptación y ser lo suficientemente arrogante como para obnubilar, sin invadir, a quien te va a acoger en su seno. Si lo nuevo y joven es necesario e imprescindible, en ningún caso es un pasaporte para pisar el terreno a quien se ha apoltronado en el poder cortando cabezas.
Con esta soflama no se pretende decir que el sistema del arte sea distinto a cualquier otro. La humanidad, sin ir más lejos, es otro sistema que se perpetua gracias al equilibrio entre los vivos y los muertos. Y es justamente el equilibrio lo que, al margen de lo joven y lo viejo, garantiza la supervivencia del sistema del arte. Y es que si de lo joven procede la fuerza, el atrevimiento, lo experimental y la necesidad de construir el mundo de acuerdo a unas nuevas necesidades, de lo viejo permanece la experiencia, la templanza, la distancia y la necesidad de disfrutar del mundo. El caso es que el principio de los vasos comunicantes no se vaya al traste y que la savia que corre por las venas de todos pueda llegar a tener el mismo nivel pese a la forma de nuestros cuerpos.
Hace poco, hablando con un amigo que, además, es librero especializado en arte contemporáneo, me comentaba, a raíz de un post que colgué en Facebook sobre una intervención de Perejaume en cinco espacios del Maresme, que los jóvenes raras veces compran libros o catálogos de artistas cuya edad es la de sus padres. Todo lo que no sea de su generación no les interesa, les importa más bien poco. Quien compra libros de artistas mayores suele ser gente mayor, especialmente mujeres. De igual modo, son contados los viejos que, por razones de diversa índole, se acercan a lo que hacen los más jóvenes. Si a la dificultad de entender por dónde van y qué pretenden -como ellos lo saben perfectamente, no hace falta explicárselo a nadie- se suma la pereza de tener que ver algo de quien cree que es único en el mundo y, como tal, poseedor de la verdad absoluta, es fácil entender que la cosa sea un poco complicada.
El mundo del arte, como el mundo en general, es un sistema desequilibrado, un canal por donde fluye el agua que está plagado de compuertas generacionales. Cada compuerta, cuando se abre, sólo permite el paso a los miembros de cada nueva generación y cuando se cierra es imposible volver hacia atrás. Mientras que los que siguen el curso del agua siempre tienen la sensación de moverse al ritmo de las aguas bravas y de las vibraciones de la vida, quienes permanecen detrás de las compuertas viven disfrutando de las aguas calmas, las hojas de los árboles, el reflejo del cielo y por debajo, los pececillos. Así es la vida.
1. En todo el artículo nos referiremos al sistema del arte contemporáneo.