Parece sensato que en un momento de extrema inmunidad como el actual, en el que tanto la urgencia sanitaria como la creciente polarización social -con sus consecuentes manifestaciones de malestar, odio y violencia- están acelerando el deterioro de la convivencia y las relaciones, el llamado affective turn haya acabado protagonizando buena parte de los discursos del ámbito del arte o la esfera académica. Sin embargo, y sin el ánimo de rebajar el potencial de una apuesta en esta línea, cabría señalar lo preocupante de que una política de los afectos a menudo acabe siendo asumida como un territorio de consenso, en lugar de un fructífero espacio para el debate crítico.
Al contrario de lo que podría deducirse desde una perspectiva acrítica, entusiasta o celebratoria, convocar los afectos no está desprendido de cierto grado de peligro. Estaríamos quizás incurriendo en alguna clase de negacionismo si no reconociéramos las turbias pasiones que ya los barrocos incluían en su teoría de los afectos, o el núcleo de las reflexiones psicoanalíticas que Arthur Rimbaud reflejó tan lúcidamente en su conocida consigna je est un autre. Pasaríamos por alto, además, determinadas formas de violencia justificadas precisamente desde una retórica de los afectos -aquel "si lo hago es porque te quiero"- contribuyendo a que acabe convirtiéndose en un mero discurso ideológico. Ahora bien, puestas a abrir con prudencia esta verdadera caja de Pandora, nos queda al menos la esperanza de poder aferrarnos a la profecía de Hölderlin: "allá donde crece el peligro está también lo que nos salva".
Esa profecía nos habla de la compleja pero revolucionaria naturaleza de los afectos. Aristóteles tenía claro que era una clase de amor (philia) lo que velaba por la justicia y mantenía unidas las ciudades. Ahí está, por supuesto, la apología del amor de San Pablo o el pensamiento de San Agustín que Hannah Arendt traslada a su amor mundi (Arendt, 1996). Porque ¿no fue acaso el cristianismo primitivo, en su reivindicación del amor hacia los otros como camino a salvación, un revolucionario antecedente de la idea de utopía? La utopía afectiva ha atravesado la camaradería, la fraternité o -si lo prefieren- la sororidad, en tanto que potencia subversiva capaz de deponer un régimen de poder. Hoy, sin embargo, el ecosistema de competición laboral asentado con el freelanciado dificulta cada vez más esa revolucionaria organización de los afectos y son más bien los flujos digitales los que organizan una subjetividad afín a la acumulación de amistades en redes y la cultura del like, por no decir que la actual y verdadera revolución parece haber sido más bien el definitivo triunfo del amor de Narciso. De hecho, la "revolución del amor" fue anunciada antes por Berlusconi que por Paul B. Preciado.
El éxito de las publicaciones de autoayuda, coaching y emprendeduría, así como la proliferación de competiciones deportivas individuales se justifica por el consenso en torno a la idea de que el único límite es uno mismo: do it yourself. En ese escenario de soledades hiperconectadas se promociona la autoerótica, la tecnología de la elección y la racionalización del amor, estableciendo a Narciso como contrafigura de Eros (Illouz, 1997). Desde las herramientas virtuales de autorrepresentación basadas en nuestra "biografía", los sistemas GPS de me-mapping y la constitución de nuestra propia casa como nuevo centro de producción y consumo, hasta toda una constelación de dispositivos que organizan nuestro imaginario en primera persona -iPhone, iPod, iPad, iWatch, iTunes iBooks, iLife, iFoto, iWork...- emerge una particular mitología que Eloy Fernández Porta calificó tan acertadamente como €®0$: una industria de la superproducción de los @fecto$ (Fernández Porta, 2010).
Pero tal vez sería caer en un nihilismo exacerbado afirmar que la totalidad de esas pulsiones han sido ya capaces de sucumbir al capitalismo afectivo. Más prudentemente, convendría identificar cuánto de este peligroso combustible que alimenta el capital -desde la industria musical a la cinematográfica, la financiera o la pornográfica- podría a su vez inflamar esa gran maquinaria. Bataille había entendido precisamente el erotismo como un juego en el que se disuelven las formas previamente constituidas (Bataille, 1957), y esa suspensión del tiempo y el espacio es, en efecto, la utopía revolucionaria que sostiene el deseo: la percepción de otra vida como un afuera infinito donde perderse. Ya no Eros como industria, como economía, ni si quiera como match, sino como deseo de otro tipo de existencia. Es aquí donde el arte, que no puede mas que habitar en la erótica del peligro, es capaz de conducirnos hacia otros afectos, hacia afectos estimulantes para lubricar pensamiento.
Allá donde crece el peligro está también lo que nos salva
Diana Padrón
Octubre 29, 2021